9/13/2005

Dickteaser

-Esa tía es una calienta pollas, una “dickteaser” como dicen aquí.
-¿Tú crees? Pues a mi Sophie me parece una tía maja.-Confesó Jordi-.
-No hay más que verla, mira como disfruta rodeada de esos babosos.-Arturo dirigió su mirada a un grupo heterogéneo de personas, que entraba en ese momento, en la cafetería. Abría la fila una chica vestida como una modelo, sus piernas parecían desplazarse por una pasarela interminable cuajada de focos, no era muy alta pero lo disimulaba su cuerpo esbelto y equilibrado, su cabello: cobrizo, limpio, sin ondas, se movía al ritmo de unas caderas perfectas como si Fidias las hubiera esculpido. Arturo pensaba que estaba muy buena, tanto que resultaría imposible aspirar a nada con ella y como la zorra con las uvas, continuó criticándola con pocos argumentos, pero de manera implacable. El resto de compañeros de curso asentían con la cabeza sin dejar de comer por ello, no había posibilidad de error todos estaban convencidos de que esa chica francesa que a primera vista (y a segunda) podría resultar tan apetitosa no era más que una trampa mortal para unos machos como ellos. El sumarísimo juicio se desarrolló entre el segundo plato y el postre, fue hallada culpable y se la sentenció a ser ignorada por los miembros que formaban parte de tan improvisado sanedrín, todos excepto Jordi, que decidió inhibirse de la cuestión, entre otras razones, porque estaba tan embelesado con Sophie, que no prestó atención alguna de lo que allí se hablaba. Arturo sostenía que esta clase de mujeres no pueden recibir peor pena que el vacío, pues ante la imposibilidad de interpretar sus artes engatusadoras con hombres reales, como eran ellos, se produciría una importante disminución en su capacidad de embrujo, su físico se vulgarizaría y no les quedaría más remedio que “pasar por la piedra”.
-La clave consiste no hacerla ni puto caso, hasta que termine pasando por la piedra.-Decía Juan Jori-entre gritos de aprobación de masa masculina futbolera o beoda o las dos cosas al mismo tiempo, que para el caso.

Por aquel entonces, Arturo y Juan llevaban dos meses y medio cursando juntos un método intensivo de inglés en aquella universidad metodista de Chicago. Llegaron al mismo tiempo. Nada más conocerse juraron que a partir de ese momento, sólo hablarían inglés o dejarían de relacionarse, lo sellaron a través de un pacto alcohólico, que aunque pueda parecer menos serio y formal que el sanguíneo, fue observado con exasperante fidelidad por ambos. Esto les causó ser objeto de odios y chascarrillos del resto de castellanoparlantes, que tomaban como afrenta personal el hecho de ser contestadas en inglés, lacónico para más inri, las salutaciones solícitas y bienhumoradas que les hacían, como corresponde a los paisanos en tierra extraña. Algunos les veían como a los estudiantes universitarios pelotas, que ocupan las primeras filas frente al profesor; otros pensaban que eran una especie de marcianos que un estúpido programa de cámara oculta les mostraba para medir su reacción de mayor o menor estupefacción ante aquella babélica paradoja. Para Arturo y Juan, sin querer, la preocupación por aprender inglés fue convirtiéndose en odio a la lengua propia y por extensión en menosprecio de cualquiera que no aceptase su pacto. En un principio sólo pretendían, que no era poco, que aquella inmersión en la lengua de Shakespeare les empapase de tal modo que no tuvieran problema, por lo que al idioma respecta, en acceder a un futuro puesto de trabajo respetable y para ello era necesario que el cien por cien del tiempo hablaran inglés, lo que no habían calculado es que su renuncia a la lengua materna les regaló su plena integración con el resto de huéspedes no hispanos que valoraron su gesto más como un acto de generosidad, que como un simple recurso para rentabilizar su estancia en aquella lóbrega, confesional y abstemia universidad.

Arturo recordaba, medio descojonado, las absurdas conversaciones en inglés que tenía con Juan. Las construcciones tan tiernas al principio, no pasaban de meras frases castellanas trasladadas al inglés, ni tan siquiera traducidas. Se confesaban sus objetivos y sus puntos de vista ante la vida y casi siempre llevaban a un acuerdo porque o uno perdía por los cerros de Úbeda (o de Minesota) y provocaba que el otro desconectara y no le quedaba más remedio que concederle la razón o, al contrario, porque lo que comentaban era tan simplón que era imposible estar en contra.

Se enamoraron de la misma mujer, o quizá sólo se encapricharon o puede que sólo se la quisieran beneficiar vete tú a saber, porque según el momento procesal correspondiente cada uno pensaba una cosa:
Momento procesal primero: Arturo y Juan estaban enamorados de la misma chica.
Momento procesal dos: Juan estaba enamorado y Arturo encaprichado.
Momento procesal tres: Juan sólo se la quería beneficiar y Arturo estaba enamorado de nuevo hasta que se dio cuenta de que igualmente sólo se la quería tirar.
El lector con un nivel de flacidez mental similar a este narrador, habrá deducido fácilmente la correspondencia de cada momento, pero para aquellos que les gusten los subtítulos les aclararé lo siguiente:
Momento procesal uno: ambos la pretenden y ella (que se llamaba Roser y era de Barcelona) aún no se decanta por ninguno o ya se había decantado pero no había hecho pública su decisión (eso las chicas lo tienen muy claro desde que conocen a un chico, al menos eso me comenta mi compañero de celda).
Momento procesal dos: Juan y Roser se lían o se enrollan o lo que sea, mientras Arturo se queda un buen rato en estado de ensoñación y luego se dedica con fruición a las bebidas espirituosas.
Momento procesal tres: Juan y Roser discuten y lo dejan, Arturo se aproxima a una compungida Roser que lo rechaza de nuevo (es probable que hacerlo en inglés no le ayudase mucho).
El lector debe de saber que Juan Jori rompió el pacto, como no podía ser de otra manera, pero su rápida confesión, obtuvo la correspondiente bula, en la que se tuvo en cuenta como eximente, la naturaleza catalanoparlante de la sujeta en cuestión (mi compañero me acaba de arrebatar el canuto de las manos, no se si por la estupidez que acabo de escribir o porque no aguanta los prolongados turnos que me tomo con el porro).

Es posible que después de lo de Roser, Arturo perdiera confianza en si mismo, es posible que su barriga se volviera más pronunciada aún y que su estatura que el creía media, no tuviera más remedio que reconocerla como baja pero como dirían muchos sus condiscípulos “Dios da pan a quién no tiene dientes” (o dios según sean las convicciones de cada uno; si sigo fumando me cargo el refrán).
Antes de explicarles a que viene lo del refrán permítanme que me ponga poético para contextualizar.

(continuará)