8/30/2005

Cuando la ceguera desaparece

-Segundo día sin venda, distingo la luz y las formas aunque aún están borrosas.

Arturo J. Bandini grabó esta frase en su dictáfono, respiró hondo y como un ordenador que se reinicia parpadeó repetidas veces.

En los pisos cercanos, las ventanas permanecían cerradas, para mitigar el intenso calor de aquel día después de San Juan, no así en aquel desordenado apartamento, donde era fácil escuchar las voces pueriles de los sobrinos o los nietos o los huérfanos de algún vecino. Arturo se dirigió a la ventana y pudo comprobar como unas formas humanas correteaban tras un balón. Su visión todavía calidoscópica, le producía una leve fatiga por lo que se retiró unos centímetros y tras restregarse los ojos se colocó sus gafas negras de pasta, las mismas que hace dos años le regaló Sophie, las que según ella, eran clavadas a las que usaba el gigoló de los anuncios de Martini. Todavía se acordaba de aquel seductor enlutado, dominador de Capri y de Portofino, que mimetizado en una imaginería dolcevitana, disolvía aburridos vínculos matrimoniales con sólo relamerse el pulgar mojado en vermú. Era una broma, una chanza cruel, Arturo J. Bandini no tenía de seductor más que aquellas gafas y si algún aburrido vínculo se destruyó fue el suyo y sólo Sophie podía presumir de glamour ribereño, ese glamour que le cautivó y le llevó a la ceguera. Como sabrán más adelante, la invidencia no fue debida al glamour sino a las “caricias” de sicarios de su novio, coleccionista de aston martins y alcalde in pectore de Niza después de la huída, a lo Craxi, del titular.

(Continuará)